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Recuerdos de las dos finales Argentina-Alemania

RIO DE JANEIRO (AP) — Son heridas que aún sangran: primero se impuso la zurda majestuosa de Diego Maradona y después la derecha infalible de Andreas Brehme. El césped del estadio Azteca de México fue un jardín hermoso para Argentina y la brisa del Olímpico de Roma le dio una caricia perfecta a Alemania.

Vibrante desde el principio al fin, la final de la Copa Mundial de México 1986 la ganó Argentina 3-2 con un Maradona genial, mientras la de Italia 1990 resultó de lo más aburrida, hasta que casi sobre la hora Brehme embocó un penal que le dio el triunfo 1-0 a Alemania.

Prioridad número uno en las dos finales, no perder de vista a Maradona. Solo él podía hilvanar las más grandes jugadas. Prioridad dos, estar muy atento a los once jugadores de Alemania. Los teutones, si bien tenían jerarquía individual, eran puro sacrificio colectivo, y por algo se les consideraba por entonces como verdaderos tanques.

Común denominador de ambos duelos: Argentina fue muy abucheada y cada vez que Maradona tocaba la pelota el rumor se acrecentaba, incluso en un Azteca de México que pese a estar en continente americano le fue sumamente hostil. No hay caso, los argentinos no se hacen querer, pese a que tratan con cariño a la pelota.

Y ni que hablar en Italia, en un rugiente circo romano plagado de "tifosis" sedientos de venganza y aún enfurecidos por haber sido humillados por Argentina en Napoli, cuando en la semifinal le ganó por penales con un gol de Maradona y tras un empate 1-1 durante el partido.

"Los italianos se van todos a la...", dijo Maradona a este periodista entonces en la concentración de los argentinos en Trigoria, un lugar en las afueras de Roma al que cada día llegaba por un camino distinto. En esa época no había una guía satelital ni pantallas en los estadios para sacarse una duda en cualquier jugada confusa.

Maradona gustaba de mostrar a los periodistas su inflamado tobillo izquierdo, con el que jugó casi todo el campeonato.

Cuatro años antes, en el Mundial de México, Maradona escribió el primer capítulo de su leyenda a fuerza de golazos y gambetas, y también tuve la oportunidad de cruzar palabras con el "10".

"Diego, ¿qué opina usted de Alemania?", recuerdo que le pregunté, palabra más, palabra menos, antes de la final de 1986, en un entrenamiento de Argentina en la Ciudad de México, al que había un acceso inimaginable en esta época de credenciales con chip y estricta seguridad. "Son duros, no vamos a ir al choque; les vamos a mostrar habilidad y que se choquen entre ellos".

Maradona ya venía de eliminar a los ingleses él solito, cuando les metió un gol con la mano y después cuando gambeteó a media parlamento británico para el antológico 2-0.

Cierro los ojos y recuerdo el Azteca: partido empatado, Argentina 2 (goles de José Luis Brown y Jorge Valdano) Alemania 2 (Karl Rummenige, Rudi Voller). Tenía la crónica lista para el empate y el alargue, hasta que Maradona toma la pelota, se la filtra a Jorge Burruchaga y su galope termina en gol ante la salida de Harold Schumacher.

Jamás había que perder de vista a Maradona, ni tampoco a Lothar Matthaus. Siempre podía haber un iluminado de turno, pero no un faro encendido todas las tardes, todas las noches, como Diego y ese "Lotus", como le decían los argentinos a Matthaus en aquel entonces.

Abro los ojos, oteo la imagen difusa del Olímpico y aún no lo puedo creer: Partido más que aburrido, otra vez la crónica casi lista para el empate, hasta que Roberto Sensini lo cruza a Voeller en el otro extremo de mi visual. No estaba cerca de la cancha y no vi bien la jugada.

Solo sé que el árbitro mexicano Jorge Codesal, aún hoy sinónimo de mala palabra en Argentina, marcó penal y Brehme la clavó de derecha ante Sergio Goycochea, figura descollante del torneo en atajadas desde los 12 pasos.

¡Qué jugador Brehme! Era ambidiestro y por eso seguí atentamente su disparo. No le pegó con la zurda de Diego, le dio con la derecha.

"Goyco", quien está en Brasil como comentarista de la televisión argentina, no pudo hacer nada. Se quedó hundido en la amargura y el silencio, tras haber sido vital en la victoria de Argentina por penales ante Yugoslavia en cuartos de final en Florencia y con Italia en Napoli.

Recuerdo que un recio zaguero central argentino, Pedro Monzón, revoleó a un alemán y recibió tarjeta roja. Fue el primer expulsado en una final de Copa del Mundo. Todavía puedo ver la desazón del técnico Carlos Bilardo y por el otro la euforia de su colega Franz Beckenbauer, siempre vestido con elegancia, la misma que destilaba en sus épocas de jugador.

Ahora cierro y abro los ojos en el estadio Maracaná de Río de Janeiro, donde Argentina y Alemania se enfrentarán el domingo por tercera ocasión en una final del Mundial. Tengo mi crónica casi lista anticipando un empate, hasta que la sombra difusa de un jugador toma la pelota, se filtra y... otra vez tengo que rehacer mi artículo.

FUENTE: VICENTE L.PANETTA (Associated Press)